sábado, 10 de enero de 2009

II. EL ABUELO.

“Capri es una isla muy bonita”, pensó Ariadna. Sabía que había leído algo acerca de ella en alguna parte, sólo que no lo recordaba todo. Había sido la isla predilecta de Octavio Augusto y de Tiberio en tiempos de la Roma clásica, sabía que por ella habían pasado griegos, romanos, ingleses, franceses, e incluso Lenin pasó sus vacaciones en ella. También recordaba al poeta chileno Neruda, un enamorado del lugar.

Quizá no fuera tan duro como ella pensaba, a saber. El problema no era encontrarse sola con un anciano desconocido, no le asustaban los adultos, el problema era que no entendía qué repentino interés podría haber despertado ella en un hombre al que no había visto en toda su vida. ¿Por qué ahora? Sin embargo, no era sólo curiosidad lo que le estrujaba el estómago; tenía miedo, mucho miedo, miedo de quedarse sola, miedo de perder a su madre, miedo de que el abuelo la despreciara o de que la quisiera, pues ambas posibilidades suponían un cambio en su vida con el que no quería contar. Ada únicamente deseaba estudiar, leer, convertirse en una adulta culta y autosuficiente para poder después dar clases en algún pueblecito francés o español a niños; para enseñarles la adicción del aprendizaje, la magia de los libros, el vértigo de la historia, de las lenguas y de los hombres. No parecía muy ambicioso, pero ya se había cansado de los cambios y las vueltas de un mundo que a su madre parecía hacérsele pequeño a cada paso. “Se acabaron las mudanzas”, se dijo, “es hora de tocar puerto de una vez”.

Pero, aún así, con la brisa despeinándola en la cubierta del ferry, pensó que ese olor a mar, ese sol en la cara y la cadencia cantarina del italiano en sus oídos, no podían ser tan horribles. No eran las vacaciones que esperaba, ni las que quería, pero, una vez allí, no estaban tan mal.


Su opinión cambió de repente con una sola mirada del anciano que la esperaba en el puerto.