sábado, 6 de octubre de 2007

I. MAMÁ.


El abuelo no era tan terrible como le había advertido su madre antes de salir de Inglaterra. Era alto, fornido, con una cara de rasgos desiguales y grandes, guapo y feo a la vez, el pelo blanquísimo y alborotado por la brisa que soplaba en Marina Grande, el puerto de Capri. Ella había esperado conocerle en el aeropuerto de Nápoles, pero se encontró con un chofer italiano que sostenía un cartel a la altura del pecho con su nombre: Ariadna von Schechtmann. Fue decepcionante.

Ada no conocía aún a su abuelo, a pesar de que ya tenía 16 años, pero siempre había vivido con su madre, ningún contacto con la familia alemana del otro lado. Su padre, August, había muerto en un accidente de avioneta cuando Ada tenía sólo 3 años, mientras sobrevolaba el mar de dunas del desierto occidental egipcio. Porque su padre era arqueólogo, como a ella le encantaba pensar, igual que Indiana Jones, aunque su madre no dejaba de repetirle que su padre sólo era traductor como ella y acompañaba a los historiadores europeos en algunas expediciones.

Victoria, su madre, era un caso especial. Su padre, es decir, el abuelo materno de Ada, era español, militar en África, donde conoció a su abuela Leyla. Así, Victoria se llamaba en realidad Fatah, pero había cambiado su nombre al irse a vivir a Europa. Los abuelos maternos habían muerto hacía tiempo, el abuelo Horacio de cáncer, la abuela Leyla de pena, unos meses después, por eso la única familia que aún le quedaba a Ariadna era la von Schechtmann, además de su madre, claro.

Era verano, de los veranos límpidos que ya no quedan, de cielos claros como espejos y brisa suave y húmeda, veranos de juventud recién estrenada y olor a jazmines por la noche. Ariadna no quería ir a Italia, no guardaba un recuerdo muy agradable de ese país. Con su madre había recorrido casi todo el continente europeo y parte del africano y ahora quería acompañarla a América, pero Victoria se negó. Necesitaba soledad, algo muy común en mamá. Desde que tenía uso de razón, Ada había aprendido a respetar los espacios de los demás. Su madre era una mujer maravillosa, que se ocupaba de todo sin desfallecer, su trabajo en la agencia, los viajes, la niña… Sin embargo, en algunas ocasiones, nunca se sabía cuando, necesitaba desconectar. Su rostro sonriente se nublaba de repente en una inexpresividad espeluznante, las manos finas y libres caían a ambos lados de su menudo cuerpo, perdía el brillo en un segundo para caer en un abismo del que nadie podría rescatarla excepto ella misma. Ada aprendió muy joven lo que significaba el pánico. Su madre siempre despertaba, pero un día podría no hacerlo, un día se quedaría sola. Hubo una vez que casi llegó a perderla. Fue en Roma, en la Piazza di Spagna. Ada estaba de vacaciones en el internado y la había acompañado en su viaje. En ese momento estaban sentadas en la larga escalinata saboreando un gelatto, la niña seguía con la vista a las palomas, intentando identificar a una sola entre la multitud para no perderla después cuando echaban todas a volar ante las carreras de algún niño, el claxon de una vespa o el simple cambio de humor. De pronto, sintió una frialdad instintiva en la espalda, al volverse vio los ojos de su madre y se estremeció. Ni siquiera podía hablarle. Siguió la mirada de la mujer y vio a una familia sentada en un café. Dos niños morenos, los antiguos culpables de las desbandadas, tomaban un refresco de limón, una mujer rubia leía una revista de moda francesa y, a su lado, un hombre moreno como los niños leía un periódico mientras tomaba un expresso. Ariadna volvió a mirar a su madre, se había perdido del todo, el gelatto goteaba por su mano y le caía en la punta del zapato izquierdo. Se lo quitó sin que se percatara.

- Vamos, ummi, volvamos al hotel – le susurró mientras la levantaba por un brazo.

Era tremendamente ligera, volátil, y la siguió por la plaza mirando su zapato manchado de nata. Ariadna echó un último vistazo a la familia. El hombre seguía enfrascado en la lectura, la mujer se miraba las uñas. No había rastro de los niños ni de los refrescos. Al día siguiente Ada cumplió 13 años, su madre despertó 3 días después.

Por eso, aquel verano, Ariadna no quería ir a Italia.

Victoria no le había contado nada del abuelo, pero estaba claro que la relación entre ellos era todo menos amistosa. Cuando August murió, Victoria se fue a vivir a Inglaterra y se llevó a su hija con ella. “Estamos solas”, le decía a veces, “pero sobreviviremos juntas”. Algo característico de su madre era que intentaba llenarle la cabeza de cosas, desde muy niña. Decía que si su mente estaba llena de cultura, nunca se llenaría de basura, y sonreía mucho al decirlo, pero con los ojos tristes. En los internados a los que fue de pequeña Ariadna nunca tuvo amigos, los hizo en los viajes después. Durante el invierno, con su falda de tablas y su jersey azul, Ada era una niña “rara”, “sabelotodo” o “extrañamente seria”, como le decían los profesores a su madre. Conocía citas de Heródoto de memoria, cantaba canciones en árabe o murmuraba frases extrañas para sí. Su madre se cansó de explicar que no era rara, era inteligente, que cantaba esas canciones porque ella se las había cantado a su vez como nanas, que lo que murmuraba eran oraciones cuando se cruzaba en el pasillo con las niñas mayores que le tiraban de las trenzas. Sin embargo, todas esas explicaciones no consiguieron evitar que, cada 15 de junio, Ariadna saliera de la escuela como de una prisión federal, que nunca hiciera amigos, que fuera callada como una tumba, por miedo a desvelar sus rarezas en público.

Eso no era lo que Victoria había querido para ella, pero no tenía más remedio. Trabajaba todo el día, todos los días del año; cada semana estaba en un sitio distinto del mundo, acompañando expediciones, asistiendo a congresos o siguiendo a algún diplomático. Era la mejor en su trabajo, y todos lo sabían, por eso, aunque no trabajaba para ningún sitio en concreto, estaba ligada a una agencia de traducción como especialista freelance. Victoria hablaba árabe clásico y varios dialectos, bereber, hebreo, farsi, francés, inglés, alemán, italiano y su natal, español. Quitando ciertas zonas de Asia, prácticamente podía hablar con todo el mundo, y bien. Por eso estaba tan solicitada. Cuando viajaba durante las vacaciones, Ariadna siempre iba con ella, la escuchaba, bebía sus palabras, sus explicaciones sobre otros lugares, las costumbres, los respetos. En esas ocasiones sí hacía amigos, como el hijo del mullah afgano, la hija pequeña del embajador francés, los gemelos del panadero de Ammán. Entonces sí era una niña normal, porque ninguno lo era, porque todos se habían criado igual, porque no era raro cantar en otro idioma.

Cuando Ariadna cumplió los 14 años, su madre le dijo que tenía un abuelo vivo. Ella había dado por hecho que no tenía familia, que los abuelos paternos se habían esfumado al morir su padre, o que habían muerto también como el abuelo Horacio y la abuela Leyla. Por eso no se interesó demasiado, porque no había llegado a echarlo de menos. Victoria le contó que no se llevaban bien, que su abuelo era un alemán de los de antes (Ada no supo a qué se refería) y que el hecho de que su hijo primogénito se casara con una “mestiza” no lo aceptó muy bien (ahora Ada empezó a entender).

- ¿Tengo un abuelo nazi, mamá, es eso lo que intentas decirme? – preguntó, con una sonrisa irónica.

- No, yo no he dicho eso, es sólo que no le caigo demasiado bien, sobre todo después de prohibirle que te viera. – contestó Victoria mirando al suelo.

Las cosas no habían sido sencillas tras la muerte de August, le explicó Victoria.

- Ellos querían quedarse contigo, apartarte de mi lado, así que me marché a Londres, sabiendo que no se atreverían a seguirme hasta allí, que no se atreverían a denunciarme- explicó atropelladamente su madre.

- Bueno, pues parece que funcionó, ¿no es así?

- Sí, así es, pero…

- ¿Pero?

- Nada, que lo siento mucho – dijo, besándole la frente.

Ahí terminó su conversación, hasta que dos años después, al recogerla del último colegio al que iría jamás, pues ya le esperaba la universidad, su madre le dijo que ese año no la acompañaría, que no se iría con ella a Nueva York. Habían cambiado los planes, al congreso de las Naciones Unidas iría sólo Victoria, Ariadna iría a Capri, sí, a Italia.

Alguien quería conocerla.